Hoy en el gimnasio recordé algo. Y fue que una noche de sábado, bebiendo con unos amigos, alguien me dijo "Así como estás se te puede jugar un quintico... pero si fueras más delgada serías perfecta y todos te querrían de novia..." La persona que me dijo eso estaba pasada de tragos (bien dicen que los borrachos y los niños nunca mienten), tampoco sabía cuan enamorada estaba de él y cuan profundo me habían dolido sus palabras.
Esta entrada no es para inspirar lástima ni empatía, porque lo que les conté arriba ocurrió ya hace más de un año. Tampoco es el preludio a un largo discurso hacia la aceptación corporal porque mis opiniones al respecto están encontradas, precisamente porque creo que un mensaje con buena intención se ha utilizado para todos los fines equivocados, pero de eso hablaremos más adelante.
El hecho es que esa frase puso a funcionar una rueda, después de escuchar eso me inscribí en un gimnasio y comencé a comer mejor, vi a un especialista y empecé a contar calorías. Dejé el refresco, el té y las harinas. Y cuando me daban ganas de arrepentirme,me decía que tenía que demostrarle a ese idiota (era lo que me decía entonces) que yo valía más que el quintico que él o cualquiera quisiera jugarse. Que en cuanto perdiera todos esos kilos de más iba a arrastrarse de regreso y entonces sería yo la que le dijera cuan equivocado estaba. Ahora, muchos meses y kilos después, debo decir con absoluta honestidad que le agradezco a esa persona haberme dicho eso ese día. Sí, con esa crudeza, con esa honestidad. Esa verdad, que entonces fue un puño a la cara para mí, me embarcó en un viaje de descubrimiento que le agradezco muchísimo, porque si no lo hubiese hecho, quizás hoy estaría tan confundida como muchas por ahí...y no sería quien soy ahora.
A veces, mejor dicho, siempre, se hace necesario que nos digan la verdad sin aspavientos, sin medias tintas y sin dulces. Si algo se ha encargado la vida de enseñarme hasta el momento es que la verdad es solo una y tienes dos opciones de cara a ella: o la enfrentas o la evades. Y a veces no puedes evadirla por demasiado tiempo, porque entonces eso que quisiste negar explota en tu cara y allí tienes que enfrentarlo. No hay de otra.
Otra cosa que he aprendido (a la mala, como todas las lecciones que permanecen), es que no es necesario endulzar tanto la verdad para decirla. He tenido amigos sinceros hasta casi ser insensibles y he tenido amigos que todo lo adornan con diminutivos para hacer las cosas más lindas e incluso indoloras y siempre me quedaré con los primeros. Principalmente por una cuestión histórica y estadística (los que me tratan con más dulce son los primeros que han perdido su estatus de amigos en mi vida) y segundo porque, quizás es percepción personal, pero cuando la verdad la han puesto ante mí, casi con crueldad, he visto lo inminente del choque y he tenido que tomar cartas al respecto para evitar el colapso.
Volviendo a la historia de, mi amigo, cuando me dijo eso, dio cuerda a los engranes de mi autoestima. Lo que empezó como un plan vengativo, típico de una mujer lastimada en su ego, terminó siendo una reconciliación interna que me valió 18 kilos (menos) y una mejora notable en mi salud y autoestima. Y no porque bajar de peso te haga más feliz, sino porque descubrí que era capaz de proponerme algo y seguirlo, de ser disciplinada para otra cosa que no fuese estudiar o trabajar. Que podía quererme más... y si, quererse más implica cuidarse, por dentro y fuera.
Por experiencia propia y de personas realmente cercanas a mi puedo decir, que muchas veces es necesario que una persona se enfrente a una realidad despiadada y oscura para darse cuenta que algo en su vida está mal y tiene que cambiarlo. Puede ser una enfermedad, que te despidan de tu trabajo, que te rechacen, o que te desmayes en la oficina porque tu presión ya alcanza niveles alarmantes; lo que tienen todas en común es una verdad aleccionadora al final; hay algo en ti que tiene que mejorar... y no lo puedes evadir por más tiempo porque las consecuencias comienzan a exigir tu atención.
Que me mandaran a bajar de peso no significó solamente unas palabras ruines de un patán. Representó la verdad en su forma más cruda y yo solo tenía dos opciones; evadirla y seguir siendo la gordita de la baja autoestima o enfrentarla y hacer algo para cambiarlo. No soy Michelle Lewin, es cierto... pero puedo decir con certeza que ya no quiero serlo, porque en el trayecto aprendí que solo se es uno mismo, no se puede ser nadie más, no te puedes cambiar por nadie más... entonces ¿Por qué no se disfruta quien se es mientras se tiene la oportunidad? Que si había que cambiar algo era porque a mí no me estaba gustando, y que ninguna solución caería del cielo si yo no tomaba cartas en el asunto.
Lo que quiero dejarles como lección es, aprecien la verdad, venga como venga. Aprecien sus lecciones, sea como sea que se presenten. Porque evadirlas es como una bomba de tiempo... y no quieres ver estallar sus consecuencias en tu cara.
Esta entrada no es para inspirar lástima ni empatía, porque lo que les conté arriba ocurrió ya hace más de un año. Tampoco es el preludio a un largo discurso hacia la aceptación corporal porque mis opiniones al respecto están encontradas, precisamente porque creo que un mensaje con buena intención se ha utilizado para todos los fines equivocados, pero de eso hablaremos más adelante.
El hecho es que esa frase puso a funcionar una rueda, después de escuchar eso me inscribí en un gimnasio y comencé a comer mejor, vi a un especialista y empecé a contar calorías. Dejé el refresco, el té y las harinas. Y cuando me daban ganas de arrepentirme,me decía que tenía que demostrarle a ese idiota (era lo que me decía entonces) que yo valía más que el quintico que él o cualquiera quisiera jugarse. Que en cuanto perdiera todos esos kilos de más iba a arrastrarse de regreso y entonces sería yo la que le dijera cuan equivocado estaba. Ahora, muchos meses y kilos después, debo decir con absoluta honestidad que le agradezco a esa persona haberme dicho eso ese día. Sí, con esa crudeza, con esa honestidad. Esa verdad, que entonces fue un puño a la cara para mí, me embarcó en un viaje de descubrimiento que le agradezco muchísimo, porque si no lo hubiese hecho, quizás hoy estaría tan confundida como muchas por ahí...y no sería quien soy ahora.
A veces, mejor dicho, siempre, se hace necesario que nos digan la verdad sin aspavientos, sin medias tintas y sin dulces. Si algo se ha encargado la vida de enseñarme hasta el momento es que la verdad es solo una y tienes dos opciones de cara a ella: o la enfrentas o la evades. Y a veces no puedes evadirla por demasiado tiempo, porque entonces eso que quisiste negar explota en tu cara y allí tienes que enfrentarlo. No hay de otra.
Otra cosa que he aprendido (a la mala, como todas las lecciones que permanecen), es que no es necesario endulzar tanto la verdad para decirla. He tenido amigos sinceros hasta casi ser insensibles y he tenido amigos que todo lo adornan con diminutivos para hacer las cosas más lindas e incluso indoloras y siempre me quedaré con los primeros. Principalmente por una cuestión histórica y estadística (los que me tratan con más dulce son los primeros que han perdido su estatus de amigos en mi vida) y segundo porque, quizás es percepción personal, pero cuando la verdad la han puesto ante mí, casi con crueldad, he visto lo inminente del choque y he tenido que tomar cartas al respecto para evitar el colapso.
Volviendo a la historia de, mi amigo, cuando me dijo eso, dio cuerda a los engranes de mi autoestima. Lo que empezó como un plan vengativo, típico de una mujer lastimada en su ego, terminó siendo una reconciliación interna que me valió 18 kilos (menos) y una mejora notable en mi salud y autoestima. Y no porque bajar de peso te haga más feliz, sino porque descubrí que era capaz de proponerme algo y seguirlo, de ser disciplinada para otra cosa que no fuese estudiar o trabajar. Que podía quererme más... y si, quererse más implica cuidarse, por dentro y fuera.
Por experiencia propia y de personas realmente cercanas a mi puedo decir, que muchas veces es necesario que una persona se enfrente a una realidad despiadada y oscura para darse cuenta que algo en su vida está mal y tiene que cambiarlo. Puede ser una enfermedad, que te despidan de tu trabajo, que te rechacen, o que te desmayes en la oficina porque tu presión ya alcanza niveles alarmantes; lo que tienen todas en común es una verdad aleccionadora al final; hay algo en ti que tiene que mejorar... y no lo puedes evadir por más tiempo porque las consecuencias comienzan a exigir tu atención.
Que me mandaran a bajar de peso no significó solamente unas palabras ruines de un patán. Representó la verdad en su forma más cruda y yo solo tenía dos opciones; evadirla y seguir siendo la gordita de la baja autoestima o enfrentarla y hacer algo para cambiarlo. No soy Michelle Lewin, es cierto... pero puedo decir con certeza que ya no quiero serlo, porque en el trayecto aprendí que solo se es uno mismo, no se puede ser nadie más, no te puedes cambiar por nadie más... entonces ¿Por qué no se disfruta quien se es mientras se tiene la oportunidad? Que si había que cambiar algo era porque a mí no me estaba gustando, y que ninguna solución caería del cielo si yo no tomaba cartas en el asunto.
Lo que quiero dejarles como lección es, aprecien la verdad, venga como venga. Aprecien sus lecciones, sea como sea que se presenten. Porque evadirlas es como una bomba de tiempo... y no quieres ver estallar sus consecuencias en tu cara.
Kuro!
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